Urdapilleta y sus glorias
"A los 60, que es cuando me voy a morir o me van a matar, voy a tener 11", vaticinaba Alejandro Urdapilleta. Y así fue: luego de imaginar sus infinitas muertes –"con los ojos abiertos, bien drogado con poderosa morfina o víctima de una diarrea estival"– murió el 1 de diciembre de 2013, a pocos días de haber cumplido 63, siendo un niño malhablado; solitario, lleno de amigos y amigas; llegando al teatro hasta dormido y buscando desconsolado a su mamá.
A diez años de aquel día inmundo, esta muestra no es homenaje, sino el comienzo de una revancha pletórica. Uru escribía prácticamente todo lo que le pasaba por la cabeza y por las tripas en sus cuadernos Gloria y Rivadavia. También en agendas y en libretitas. Aquí se expone, por primera vez, una pequeña parte del archivo en construcción que promete ser infinito. Poemas, dibujos, listas de borrachos y enemigas, de libros y de amadas, proyectos para canciones, aforismos tachados y rescatados. En cartas de amor, guiones, ideas brillantes, ideas fallidas, tachaduras.
Fue Hitler y fue La Cañancha. Murió asesinado por Hamlet y vivió hasta volverse senil como Lear. Brilló cuál trizilla de oro falso junto con Batato Barea y Humberto Tortonese dándoles batallas una y otra vez en la postdictadura. El teatro es el único lugar de lo que Uru fue, se encuentra en estos papeles íntimos escritos entre la desdicha y el éxtasis.
Odiaba que lo definieran como actor, escritor o dramaturgo. Démosle el gusto. Llamémoslo como sus magias: capitana loca del mamarracho, resucitador del arte teatral moribundo, guerrero de la batalla parakultural, odiador serial del cliché. Digamos la verdad: un genio.